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Hemeroteca Virtual - Museo Internacional del Estudiante

Autor: Eloy Díaz-Jiménez y Molleda.

Título: TUNA UNIVERSITARIA.
                       ANTAÑO Y HOGAÑO.

Publicación: Museo Internacional del Estudiante, 2009.

Ver. original: El Adelanto.

Fecha: Martes, 24 de enero de 1928, p. 1.

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Un lugarón: una casona de piedra, de la décimo sexta centuria, que alberga familia de labradores bien acomodados. En la fachada, debajo de un balcón de púlpito, y sobre el medio punto de la puerta que da acceso a sombrío zaguán, un gran escudo de armas, algo borroso por la acción de tres siglos; pregonero del nobilísimo origen de la vivienda.

Y frente a la puerta, en plena calle real, muy de mañana, en día plácido del otoño, un escudero andarín aguarda, al cuidado de tres lustrosas y fuertes mulas, a los viajeros a quienes ha de guiar, por veredas y caminos, atravesando páramos y encinares y poblados hasta la misma ciudad que, a partir del establecimiento de sus “Estudios Mayores”, había hospedado galantemente, en agraz y en crecido número, a los clérigos, y a los hombres de armas, péñola y de estado, que más honra y prez dieron a la iglesia, y a la milicia, a las letras y al gobierno de España.

De la casona sale un hombre muy serio, de recia complexión, bien proporcionado de cuerpo, de graves y finos modales; toca su cabeza sombrero gris, de anchas alas, cubre su cuerpo un capote del mismo color, de gruesa y doble tela, y se deja acompañar de su hijo, mozalbete que apenas le apunta el bozo, y abandona el pueblo para dar sus primeros pasos en el camino, áspero y dificultoso, de los estudios facultativos.

El escudero andarín, que ha de conducir una mula cargada de alforjas y baúles, con ademán respetuoso, alarga una estribera hacia el grave señor, y éste, afianzando en ella el pie izquierdo, monta en su torda andariega, espléndidamente enjaezada y ensillada, haciendo después, como buen cristiano, la señal de la cruz.

El mozalbete, sano de cuerpo y con la agilidad de los pocos años, se encarama sobre la otra, de un salto, y emprenden la caminata.

Se alejan de la aldea, desaparecen tras la nube de polvo que levantan los cascos de las cabalgaduras, andan leguas y leguas, y, por fin, en el azul purísimo del cielo, ven, alborozados, destacarse las cúpulas y las torres de la ciudad universitaria.

Y, cuando las sombras de la noche anuncian su dominio sobre la tierra, con los huesos molidos, se encuentran desorientados en medio de un laberinto de plazas solitarias y callejuelas retorcidas y silenciosas, sin alumbrado ni pavimentación.

Hacen alto a la puerta de un antiguo y famoso parador, piden albergue, se lo dan, y, una vez que hubieron comido, padre e hijo, vestidos con los trapos de cristianar, se fueron a visitar a los señores para quienes traían cartas de recomendación.

Y, con el natural asombro, y hasta con terror, tuvieron que oír en una y otra casa, una y otra vez, el relato de las travesuras de los estudiantes, de quienes, como del mismísimo diablo, huía todo el mundo; mala peste, que alteraba las pacíficas costumbres de la ciudad, alborotando el vecindario con serenatas, escalando ventanas mermando doncellas y enfrontándose hasta con la ronda del Alcalde Mayor.

Hospedado convenientemente el futuro estudiante, el padre emprende el viaje de regreso a la aldea, no sin antes haber recordado a su hijo, con insistencia, la educación que había recibido, previniéndole que viviera siempre en el santo temor de Dios...

Y, luego..., la amistad con otros estudiantes, sopistas los más de ellos, que vivían, durante los meses del curso, de mil tretas y picardías, a costa de todos, y, durante el verano, pidiendo limosna de pueblo en pueblo...

Y, después, al jugarse los dineros muy lindamente, pignorar los textos y no estudiar, recogiendo, al cabo de la jornada académica, como consecuencia de todo ello, abundante cosecha de calabazas.

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El estudiante del siglo veinte, es un ser privilegiado, si con el de antaño se le compara. Por obra y gracia de la ley del progreso, que preside la existencia de este pícaro mundo, aquél vive con admirable facilidad, entre comodidades fantásticas, insospechadas para nuestros abuelos, y, si desea aprovechar el tiempo, adelantando en sus estudios, dispone de los más excelentes medios de trabajo en gabinetes y laboratorios, y en bibliotecas de gran importancia por el número y la calidad de sus libros, así antiguos como modernos.

Se sonríe, altanero, del estudiante de principios del XIX, el “siglo de las luces”, que, desde la salida de su aldea, hasta la llegada a la Universidad, tenía que recorrer un verdadero calvario, sufriendo horas y horas, las molestias del cabalgar, las apreturas y ahogos de la perezosa y desvencijada diligencia, las inclemencias del tiempo y las incomodidades de los ventorros.

El de hogaño ¡notable diferencia!, se traslada, desde su pueblo a la ciudad universitaria, en un abrir y cerrar de ojos, con velocidad muy parecida a la del rayo, valiéndose del cerrado y confortable automóvil, o del tren, más confortable y acogedor, y cuando en ella entra, para asistir a la inauguración del curso con el optimismo y el aire triunfal que dan a las personas los billetes de banco, no diré yo precisamente que se halle en el mejor de los mundos y pueda andar a sus anchas, libre de polvo y de barro, por calles y paseos más cuidados que los de 1828, y encuentre más atendidos los servicios públicos encomendados al Municipio; pero, en cambio, no pocos centros de recreo han de atraerle con espectáculos y diversiones no imaginadas por los hombres de antaño, y si no tiene fuerza de voluntad para resistir la tentación, ni clara idea del cumplimiento del deber, le distanciarán de las aulas, viéndose privado de los goces que el estudio y las ansias de sabiduría proporcionan al espíritu.

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No quiere decir esto que el estudiante ha de renunciar por completo a la diversión y a las alegrías propias de la juventud, no, Dios me libre de aconsejar a los escolares que no vayan a formar parte, en las vacaciones de carnaval, de esas Estudiantinas que pasan y alegran las ciudades españolas, de la España de las Escuelas complutense y salmantina, de Fray Luis de León y de Cisneros, despertando en la fantasía de las mujeres en flor un bello mundo de ilusiones, y entristeciendo a los hombres, que ya nos acercamos a los helados parajes de la vejez, con el recuerdo de los años mozos, que no volverán, pletóricos de vida, henchidos de esperanzas.

Diviértase la juventud estudiantil, goce y ría, que la risa franca es patrimonio de las conciencias tranquilas, limpias de mal; pero diviértase sin exageraciones, dentro de los justos límites, sin convertir lo secundario en finalidad principal de la vida, y como para descansar de las fatigas intelectuales y volver con más bríos a la dura faena del trabajo. Y no se pierda de vista que la carrera del estudiante es muy larga, tan larga, que no termina con la posesión del título de Licenciado, ni con la del título de Doctor, ni cuando se llega a los cargos públicos más codiciados por los hombres de ciencia: Concluye con la muerte.

ELOY DIAZ-JIMENEZ Y MOLLEDA

Salamanca, 23-I-1928.

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NOTA: Artículo procedente de investigación original inscrita con el número SA-120-02 en el Registro de la Propiedad Intelectual. La presente edición ha sido normalizada y corregida para evitar el uso no autorizado de la misma. Todos los derechos reservados.
 

 
       
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