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Autor:
Anónimo.
Título:
LA FAMILIA DE ORLEANS.
Publicación:
Museo Internacional del Estudiante, 2009.
Ver. original:
La Tradición.
Fecha:
Sábado, 22 de mayo de 1886, p. 2.
Vamos por cuadros. Y
por cierto que casi todos son del género lastimoso.
Esa curiosidad general,
ávida y no contenida en los limites de la culta discreción, inundó el
andén de una muchedumbre de todas clases y condiciones, que cuando no
por la puerta franqueada como siempre en casos análogos al privilegio,
se desbordó por los alrededores, libres del obstáculo de la empalizada.
La mayor parte de la gente se imaginaba que iba a ver a la prometida
da pimpolho, como dicen los republicanos portugueses; y no faltaría
quien esperase una exhibición con el traje de desposada. La futura,
como era natural, no se dejó ver, iba en departamento distinto de sus
padres, y los mismos comisionados que acudieron a Medina, solo la
vieron una vez, cuando bajó al comedor acompañada de una doncella.
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El adorno de la
estación, deplorable; la iluminación veneciana, digna del
Pedroso; casi todos los farolillos estaban apagados: no llegaba a una
docena los que, como avergonzados de la oscuridad de sus compañeros de
fachada, lanzaban temidos fulgores indecisos y vagos como el esplendor
de ciertas instituciones. Percalinas, trapos de color desvanecido
completaban el adorno. La muchedumbre amostazada de la tardanza,
mostraba, de cuando en cuando su disgusto con populares
manifestaciones. La estudiantina en el centro del anden apretada por
las masas que estrechaban cada vez más el círculo musical, aguardaba con
los instrumentos apercibidos la llegada del tren regio. En los dos lados
de la vía, en dos vagones estacionados, encima de ellos, y en las
laderas del camino bullía la multitud, alarmando con la posibilidad de
alguna desgracia.
Después de una ida y
otra venida de la máquina exploradora, llegó al fin el tren,
produciendo en la compacta masa el oleaje del anhelado suceso. La
estudiantina empezó a tocar, a duras penas atravesaban las comisiones
por entre aquel sólido y apiñado obstáculo, y a fuerza de empujones y
codazos logramos colocarnos a honesta distancia, aunque
suficiente a satisfacer nuestra única curiosidad. La de conocer al que,
suponiendo que sea el representante legal de la Casa de Francia, se
despoja del título de una más alta legitimidad renunciando a la
tradición de la monarquía francesa, y el glorioso símbolo de la bandera
blanca. El coche-salón en que venian los condes de París se detuvo a la
entrada del anden frente al local de la fonda, y pudimos contemplar a
nuestro sabor al nieto de Luis Felipe. A la plataforma salieron este y
su señora, a quien confundieron con la novia casi todos los concurrentes
haciendo cálculos equivocados acerca de su edad, aunque la condesa
apenas cuenta treinta y nueve años.
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El matrimonio recibió
sin bajarse al anden los cumplimientos de las comisiones. El conde de
París es un caballero como de cuarenta y tantos años, con bigote y
perilla rubios, estatura regular y también regular corpulencia. Tiene
expresión benévola, simpática y atractiva; pero sin ningún rasgo de
culminante distinción, ni mucho menos ese indecible aspecto y continente
de la realeza. El señor Conde tiene todas las trazas de un buen señor,
de un honrado ciudadano; pero al mirarle se comprende su historia, y se
averigua su actitud en el porvenir: sus vacilaciones, su pensamiento mal
determinado, su conducta ambigua, el sacrificio del hidalgo ostracismo a
las comodidades del confort de sus quintas y castillos. No
circundaba su frente la aureola del gran caballero y del gran rey que
parece haberse llevado al sepulcro las esperanzas francesas. El Conde
nos fué simpático: pero ni nuestros ojos, ni la voz del alma, ni el
impulso del corazón nos denunciaban al Rey de Francia para aclamarle con
la espontaneidad del amor y del respeto.
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El señor Herrero que
multiplicaba afanosamente su persona, y sudaba en el derroche de las
fuerzas de su múltiple personalidad, interrumpió la serenata para
llevarse a la comisión escolar al estribo del coche a cuyo pié los
gobernadores Civil y Militar, Presidente y Fiscal de la Audiencia,
Rector de la Universidad, Comisión de Padres Dominicos franceses, etc.,
etc., resistían a duras penas el congojoso apretón con que les prensaba
la ávida muchedumbre. A duras penas pudimos ganar, y con alguna
exposición la puerta con parte de las comisiones, que apresuraban el
momento de librarse de aquel insufrible ahogo.
Sin duda para evitarlo,
no descendieron los Príncipes al salón que habían ocupado previamente
multitud de señoras, que por lo visto perdieron el viaje, sin ver la
natural curiosidad satisfecha. A los quince minutos siguió el tren su
camino sin incidente particular, sin que los Príncipes oyeran un viva,
y en medio de la más glacial indiferencia.
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NOTA: Artículo
procedente de investigación original inscrita con el número SA-120-02 en
el Registro de la Propiedad Intelectual. La presente edición ha sido
normalizada y corregida para evitar el uso no autorizado de la misma.
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