Autor:
Luís Maldonado.
Título:
DE MIS MEMORIAS.
LA TUNA ESCOLAR.
Publicación:
Museo Internacional del Estudiante, 2009.
Ver. original:
El Adelanto.
Fecha:
Domingo, 29 de octubre de 1922,
p. 2.
Cuando los terremotos causaron tan gran desastre
en Granada y Almería, la grey estudiantil, siempre caritativa,
organizó fiestas para arbitrar fondos con que socorrer a los
damnificados.
Se celebró reunión magna de Facultades,
Institutos y Normales en el aula de Fray Luis de León, bajo la
presidencia del ilustre decano de Letras, don Santiago S. Martínez,
y fui yo el encargado de indicar los fines de la convocatoria. Me
puse en pie trémulo de emoción ante aquel peligroso auditorio, y,
animado por el buen éxito de mis primeras palabras, llegué al final,
donde restrallé un latiguillo del tenor siguiente:
«Vosotros, los hijos de esta insigne escuela, no
podéis negaros, no os negaréis jamás a una limosna que os pide la
caridad en nombre de la desgracia».
El parrafillo fue aplaudido, me nombraron mis
compañeros vice-presidente organizador y tuve que intervenir, por
primera vez en mi vida en una obra social, pudiendo apreciar
entonces y aprender para siempre, qué difícil es en Castilla sacar a
las gentes de su casillero individual, aunque sea para un acto de
misericordia.
Mas era la vez primera que andaba en estos
ajetreos, y tenía ánimos, entusiasmo y energías para todo, en lo
cual no hacía sino imitar la conducta de mis abnegados compañeros.
Lo mejor de todo fue la Tuna Escolar, dirigida
nada menos que por Augusto Barrado, que ya era un gran artista, y,
apenas llegado a Madrid acrecentó su prestigio en las críticas
musicales de «La Época».
Los ensayos de la Tuna eran nuestro recreo y
nuestro descanso de las noches después de haber pasado el día, casa
hita, solicitando la cooperación de todo el mundo.
Augusto requería la batuta, y sacudiendo con ella
el atril, imponía silencio.
– ¡Ahora! – gritaba
con voz enérgica y comenzaba airoso pasodoble que a nosotros nos
parecía impecable; pero de pronto, la batuta sonaba otra vez rabiosa
sobre el atril y se hacía el silencio: ¿Y esa sencilla? ¿Dónde anda
la sencilla?
A los oyentes, ignorantes de la jerga orquestal,
nos parecía que la «sencilla» era algún elemento femenino ausente de
la orquesta.
– Anda Roque –
añadía Augusto contrariado –, ve a ver si la sencilla quiere acabar
de cenar; todas las noches ocurre lo mismo.
De pronto un murmullo de satisfacción llenaba la
sala y algunas voces decían alegres: – Don Augusto, ya llegó la
¡sencilla! – cuál era nuestra sorpresa al ver que la «sencilla» era
nada menos que... nuestro amigo el difunto profesor Sr. Nava, el
prestigioso ex-alcalde de Salamanca, gran tañedor de la «guitarra
sencilla», cuyas sonoras notas de bordón eran fondo y acompañamiento
imprescindible sobre todo en los finales.
– Esto es ya otra cosa – decía Augusto satisfecho
al terminar el pasodoble.
Era un invierno crudísimo; en el callejeo
incesante de la comparsa, pescó el insigne director un catarro y la
Tuna quedó sin cabeza visible.
Como la colecta era abundante y no convenía dejar
enfriar la gente, mis compañeros resolvieron que yo, que jamás las
había visto más gordas, asumiese la dirección. Yo no quería aceptar;
pero Nava y Sánchez, que eran el alma de la orquesta, me ofrecieron
sacarme del atranco.
– Tú no tienes más que dar las entradas y llevar
el compás; lo demás déjalo de nuestra cuenta.
Y así fue que anduvimos por esas calles de Dios,
con nieves e hielos incesantes, aumentando la colecta.
Ya repuesto Augusto, cedile muy de grado la
batuta, pero tuve que acompañar a los tunos en calidad de orador a
las serenatas con que obsequiaron a las autoridades y personas de
distinción. Nos hacían subir a las casas y nos obsequiaban
largamente, y luego venían los obligados brindis en que yo llevaba
la voz de la comparsa estudiantil.
No he sido jamás de esos oradores de previsión
que preparan y hasta ensayan en casa lo que han de decir luego,
antes me placía y me place el improvisar y tomar pie de lo que otros
digan para hilar sobre ello mis palabras.
Pero me había caído tan en gracia aquel pícaro
latiguillo, que antes transcribí, que, a las primeras de cambio, se
me venía a la mientes y no pude olvidar el repetirlo ante el
gobernador.
En casa del alcalde volvió otra vez a imponérseme
al final y cuando tuve que brindar ante nuestro inolvidable rector,
don Mamés, de nuevo se me puso delante aquella pícara frase; yo me
mordí los labios haciendo una pausa para buscar otra menos sobada,
en tanto que, Augusto que fue siempre guasón, tirándome del manteo
me decía:
– Luisito, que no vale tripetir.
La observación me puso lívido y queriendo salir
del atranco, no logré más que un trueque de palabras; y en lugar de
terminar diciendo: «la caridad en nombre de la desgracia», dije: «la
desgracia en nombre de la caridad.»
Desde entonces esa pícara frase ha sido mi
obsesión, y siempre que me piden discursos, versos y cuartillas para
alguna solemnidad literaria u obra benéfica, surge burlona como un
demonio familiar, a la punta de la lengua o a los puntos de la
pluma.
Vino luego la gran tómbola que organizaron con el
concurso de bellas muchachas, Fernando Maldonado, Luis Huebra y
otros muchos jóvenes de entonces. Tuvo lugar en el Liceo y fue
precedida de una velada literaria que organizó el famoso «Quisicosero»
de EL ADELANTO, Arsenio Huebra. En ella no tenía yo otro papel que
la lectura de unos versos del malogrado Vicente Beato; antes de
ellos se leyó una poesía que fue recibida con cierta chunga, pues en
ella, entre otras cosas extrañas se hablaba del «Suspiro de la yegua
de Boabdil». El público se le vino encima al lector, pero éste, que
no era de los que se amilanan y encogen, recorrió el proscenio de
extremo a extremo haciendo tan expresivos ademanes de brazo y mano
que fue preciso correr el telón ante la airada protesta del
auditorio.
Nadie quería salir a escena después del
incidente; el público gritaba y pateaba como un energúmeno, la
autoridad dio orden de continuar, se descorrió la cortina, y
Fernando Maldonado, actual marqués de Castellanos, resolvió la
situación lanzándose desde los bastidores al centro del escenario.
Tal fue el envite, que las cuartillas de Beato se me escaparon de
las manos, desperdigándose sobre las tablas. Y esta fue mi
salvación, porque el público, percatado de la situación, primero la
celebró con regocijo y luego acogió con aplausos mis palabras,
cuando, excusando la lectura por el desorden en que estaban los
papeles, dije que lo en ellos contenido era una admirable poesía de
un vate casi niño, a quien puse en el lecho del dolor, gravemente
enfermo y punto menos que moribundo.
Bien ajeno estaba yo, cuando acudía a tal
recurso, para apaciguar al público, de que Beato había de sucumbir
poco tiempo después, frustrando las más halagadoras esperanzas. En
toda mi vida no recuerdo de un talento más claro y de un alma mejor
templada que la de aquel muchacho a quien me unió una fraternal
amistad.
Volviendo a mi tema, he de deciros que el
público, a falta de la poesía de Beato, pidió que yo le dirigiese la
palabra, tuve que hacerlo; pero apenas comencé, el famoso latiguillo
se me vino a las mientes con una fuerza irresistible; púedele
desechar dos o tres veces, pero al fin, hallando lugar adecuado, se
coló de rondón, y terminé, entre los aplausos de aquel fácil
auditorio, reiterando una vez más «esa limosna que os pide la
caridad en nombre de la desgracia».
Y así termino también hoy, aunque, al cabo de mis
años, no reclame ya de vosotros ni aplausos ni limosnas, sino
solamente mil perdones para este viejo escritor superviviente de sí
mismo.
Luis Maldonado